Si quieres miento para ser cortés pero, diga lo que
diga, ten claro que lo único que me apetece en este momento es hacerte el
amor.


martes, 21 de julio de 2009

Continuación II

A mi juicio, lo peor por lo que tiene que pasar un escritor es por, una vez finalizada una obra, una vez después de haberle dedicado todo su tiempo y sus ganas, empezar de nuevo con otra. Una nueva hoja en blanco ante mis ojos y ni un puto apunte para guiarme. Solamente la tenía a ella, a la protagonista indiscutible de la nueva historia. A esa para la que el concepto de "ir a nadar" era tirarse de un acantilado. A esa para la que el concepto de "ir a tomar algo" era torturar y volver loco a aquel tipo, mundano y normal, que se atrevía a mirarla. Sus pupilas se encendían y entonces... te quemabas.

Ella ardía en mis dedos pero sólo estaba ella. No tenía el argumento, ni tampoco tenía la ambientación... mucho menos tenía a cualquier otro personaje que no fuese ella. Y ella otra vez. Intentaba buscar en alguna fotografía un paisaje que me inspirara para ubicarla... pero yo creo que hasta el mismo paraíso terrenal se me quedaría corto para mi criaturita de tacones altos y boca roja.

Cuando Julia me dijo que ella tenía que ser la protagonista de mi novela, que por fin la había encontrado... yo ya no pude pensar en otra cosa. Me puse el mismo día, con el tequila aún subido a hombros de mi cabeza, aplaudiendo, riéndose maliciosamente; habiendo dormido menos que nada, saturado y sin poder quitarme su rostro de la mente. Medio paquete de tabaco con sabor a caramelo que fumaba por culpa de Julia desde Navidad, y tres cafés después, decidí que tenía que moverme. No podía quedarme ahí. No se podía forzar a la inspiración. No tenía fuerzas, ni físicas ni mentales, para enfrentarme a la hoja en blanco. A la primera. A la más difícil.

Volví al bar cuando calló la noche. Tenía ganas de ver si ella aparecería otra vez. Qué demonios, tenía ganas de volver a verla. Pero aquella noche no apareció, ni tampoco a la siguiente, ni a la siguiente... Debí imaginarlo, aquella criatura era de todo menos predecible. Casi la doblaba en edad y aún la experiencia no me hablaba y me gritaba: "¡Estás loco! ¿Te piensas que puedes adivinar sus movimientos?" No, claro que no. No podía.

Al día siguiente salí algo antes de casa, cuando Julia aún no había venido del periódico donde trabajaba como editora, y me fui a la playa. Paseé y anduve, como pasean los lobos viejos y solitarios por los bosques que, aunque siempre han sido su hogar, no lo perciben como suyo de veras. Un lobo, eso era, así me sentía. El lobo viejo del cuento y... un momento, ahí estaba mi Caperucita.

Podría haber hecho como que no la había visto. Podría haber ignorado que ella estaba ahí, esta vez con una sudadera del mismo color rojo que el chuvasquero que llevaba cuando la conocí. Llevaba a su perro consigo, paseaba por la arena... Desprendía vitalidad en cada saltito, mojaba al perro, volvía la vista a uno y otro lado y de repente... nuestras miradas se cruzaron. Y una conexión extraña entre nosotros se formó y cruzó el mundo... y todo desapareció. No iba a salir corriendo otra vez, ya no. Me senté a la orilla de la playa y, esto sí que pude predecirlo, ella avanzó hacia mí y se sentó a mi lado.

Podría decir que aquello fue una estampa bucólica, un cliché de un atardecer rojo en el que el mar parece tragarse al sol, pero estaría mintiendo. El cielo estaba lleno de nubes, iba a llover, la marea empezaría a subir y las olas empezarían a retorcerse, a enfurecerse y a atacar con fiereza a quien se pusiera entre ellas y la arena. Pero, esos momentos previos al vendabal, son los más sosegados que nunca he visto aquí... se respira paz. Respiré paz en ese momento y, cuando ella se sentó a mi lado, respiré su perfume.

- Ni que lo hubiéramos planeado- dijo. Las piernas largas... pero la lengua también. Sonreí de medio lado.
- Tenía que pedirte algo. He estado esperándote en el bar.
- Y has hecho mal- se abrazó las piernas y me miró, intenté evitar esa mirada, no quería arder ahí mismo. Me ponía nervioso y a la vez me enloquecía... ella lo sabiá- pueden pasar meses sin que vuelva a un bar en el que una noche cualquiera me ves. En cambio, suelo venir al mar a menudo.
- Ya veo... aunque, por lo menos, hoy no has decidido hacer natación, ¿eh?
- Tirarse ahí hoy es una locura. Está a punto de descargar una tormenta- nos quedamos en silencio unos minutos, sólo se escuchaban las olas y el diálogo que mantenían con el viento- ¿qué querías pedirme?
- Palabras.
- ¿Palabras?
- Soy escritor y se me han gastado. Ya soy, como diría mi padre "lobo viejo", ¿sabes?
- ¿Un escritor que se queda sin plabras? No conozco ese cuento.
- Un escritor que perdió las palabras cuando conoció a la nueva protagonista de su novela.
- ¿Por qué dice tu padre lo de "lobo viejo"?
- No lo sé. Como nunca lo decía para referirse a mí, no le pregunté- tras decir eso me atreví (por fin) a mirar sus ojos directamente. Eran igual de intensos que el resto, no podría decir otra cosa- ¿Crees que vas a poder ayudarme?

Se encogió de hombros y sonrió. Nos volvimos a quedar en silencio. Ella se mordía el labio inferior.

- Deberías escribir sobre la historia de cómo ese lobo viejo pudo perder las palabras.
- Porque se enamoró. Loca e inevitablemente, a primera vista; de una muchacha que siempre vestía de rojo y que tenía una manera muy extraña de practicar natación.
- Entonces escribe la historia de ese lobo que parece tan cansado de la vida, tan solo, tan... melancólico... y de su Caperucita.
- ¿Crees que acabará bien la historia?
- Creo que no ha hecho más que empezar.

Me torturaba sólo con escucharla hablar. No había sacado muchas cosas en claro de esa conversación, sobre mi novela, claro. Pero por fin había podido mirarla directamente a los ojos y, sorprendentemente, aún seguía vivo.

O casi.

2 comentarios:

  1. Lograste sorprenderme de nuevo.
    Bonito (re)encuentro.

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  2. Impresionante.
    Ah, y que sepas que las chicas de piernas (y lengua) largas como Caperucita, son las mejores como musas.

    Espero seguir leyendote Javi.

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